No sólo de fotografía conceptual vive el hombre, así que también hice algunas fotos en nuestra visita de hace un par de semanas al pueblo viejo de Belchite. De verdad, si podéis, haced las rutas guiadas porque las historias que hay entre esas ruinas son tremendas y, pasear por allí reviviendo aquel horror, es una experiencia casi vital. No os voy a contar la historia de este pueblo porque es más que conocida y porque muchos otros la han contado infinitamente mejor que yo, así que os voy a dejar con unas cuantas imágenes para despertaros el gusanillo y que vayáis allí, a escuchar lo que allí pasó de la boca de los nietos de los que lo vivieron. Sobrecogedor es poco. Y un poquito de color, aunque me pidiese tanto el blanco y negro.
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Hace once años que no soy capaz de nombrar está ciudad sin seguir con un suspiro. Y sin seguir ese suspiro con un "tengo que volver". Y yo, que soy mujer de palabra, aunque sea a largo plazo, volví. La primera vez fue durante la carrera, con esa gran familia que fuimos y que, afortunadamente, aún algunos seguimos siendo. Por eso tenía que acompañarme él. Praga me caló hasta los huesos, como su frío. Por eso tenía que ser en invierno. Era el plan perfecto para empezar un 2016 que espero lleno de belleza y buenos momentos. Las mismas calles, tan distintas por el ajetreo típico de las fiestas, pero tan iguales y llenas de buenísimos recuerdos. Recorrer la Ciudad Vieja, el castillo, Vysehard, el barrio judío, Kampa, la ribera del Moldava, Petrin, sus puentes... Sabéis cuando, en Doctor Who, el Doctor viaja en el tiempo para enseñare a su acompañante algo mágico? pues así me sentí yo. Ya sabéis que no soy muy amiga de la Navidad pero me hubiese quedado a vivir para siempre en esa Praga de luces, vino caliente y trdelník. Reconozco que tenía miedo de que me decepcionase, de que no fuese "para tanto" , de haberla idealizado. Pero conserva intacta toda la magia y, además, nos regaló un adios al 2015 insuperable: los copos de nieve mezclándose con los fuegos artificiales, el vaho de cientos de bocas gritando en mil idiomas "Feliz Año Nuevo", el tuper con uvas que me dieron mis padres, el puente de Carlos y Carlos. Llevaba soñando con el otoño navarro desde que puedo recordar. Esas montañas, esos ríos, esos pueblos, esos bosques. Valió la pena la espera porque hemos podido disfrutar de todas las fases de la estación en la semana que pasamos allí. Llegamos por carreteras que serpenteaban entre montañas verdes, amarillas, marrones y rojas. Volvimos por carreteras cubiertas por las hojas ya caídas, entre montañas pobladas de troncos semidesnudos. Y, entre tanto, lluvia, sol y viento. No podía pedirle más. La primera parada de camino al valle fue Olite. Si hay un castillo, tengo que parar, es impepinable. Y éste es alucinante., para quedarse a vivir. El destino final era Abaurrea Baja, el pueblecito más tranquilo y encantador que pude encontrar. Y vaya si cumplió con las expectativas! La paz hecha pueblo. Nos alojamos en la Posada Sarigarri, que quiero recomendar muy encarecidamente porque, además de ser preciosa y súper acogedora, está regentada por Nùria y Txell, que son absolutamente encantadoras. Además, agradezco especialmente lo bien que se adaptaron a mi vegetarianismo y me hicieron sentir como en casa. Si me leeis, gracias! volveremos! Una vez allí, todo fueron días de rutas bajo las hayas, tardes de lectura, cafés en pueblos de cuento, fotos y más fotos, despertares con el canto del gallo, cenas frente a la chimena. VACACIONES, con mayúsculas. Por supuesto, Mario Neta no se lo quiso perder :) Volver del paraíso a la fría y contaminada capital fue un bofetón pero aún remoloneamos unas horas recorriendo las calles de Pamplona. Y llegamos a casa pero, un mes después seguimos con la cabeza llena de hojas secas :)
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